«La desocupación, una endemia social» Dr. Juan Carlos Giménez 
para LA NACION 11 de febrero de 2003 | Publicado en edición impresa

Los procesos de precarización de la vida cotidiana aparecen por las nuevas formas de pobreza, que difícilmente pueden ser contenidas por el tejido social o la estructura familiar. El individuo que se siente marginado del mundo del trabajo se halla extraño, distinto, discriminado, atrapado en un círculo vicioso de retracción: enfrentarse a la eventualidad de un rechazo que incrementa la frustración y que a su vez disminuye la autoestima. Estas personas frecuentemente ocultan su nueva condición, porque sienten vergüenza social. Esta realidad hace que la desocupación y la precarización se conviertan no sólo en fenómenos masivos, sino también en procesos que se instalan definitivamente, como las endemias. 

Tal como ocurre con ciertas enfermedades infecciosas, cuando la desocupación viene para quedarse genera la ruptura del vínculo social y los individuos que la padecen forman una verdadera «subespecie humana» estigmatizada y sin contención social, vulnerables, con alto riesgo de perder la salud. 

Al hablar de tejido social, se quiere expresar que es una trama dinámica y vital compuesta por elementos más simples y más reducidos: instituciones, familias, individuos. Como sucede en los tejidos biológicos, donde las células enfermas terminan afectando al órgano correspondiente y esto puede comprometer la salud del organismo, en la trama social se desencadena un proceso similar: el hombre que no responde a las exigencias del sistema económico globalizado, impedido de producir, se convierte en un desocupado, que no puede integrarse al nuevo tejido social, por lo que sucumbe, por carecer del nutriente social primario, que, en un país de excluidos, es el trabajo. 

Cuando el fenómeno de la desocupación excluye a grandes grupos de individuos, muchos de ellos se hallan sin vínculos y, como ocurre con los tejidos biológicos, cuando la exclusión abarca a más de la mitad de los individuos de un país esa sociedad enferma gravemente, con gran deterioro del sistema social: cambio de códigos de convivencia, desde la pérdida de valores éticos y morales de los que ejercen el poder económico, muchos de ellos convertidos en ladrones de guante blanco, hasta el drama de la mendicidad callejera y los que roban para comer, verdadero peaje de la pobreza. 

Las dos pobrezas 

Sólo por el hecho de haber nacido en el seno de una familia con pobreza estructural, los individuos crecen en una cultura de pobreza, caracterizada por la ausencia de niñez, hondos sentimientos de marginación, desvalimiento, inferioridad o dependencia, baja autoestima, sentido de resignación y fatalismo. Viven el presente en función de su ambiente inmediato y carecen del conocimiento que les permita tomar conciencia de sus problemas y de sus iguales en el conjunto social (no tienen conciencia de clase). Son enfermos sociales congénitos, y desde su primera infancia serán vulnerables al daño que producen las calamidades sociales (hambre, abandono, analfabetismo, violencia familiar, etcétera) que acechan a su alrededor. 

Este grupo nunca tendrá oportunidad de formar parte del tejido social productivo y muchos de ellos sufrirán de una muerte precoz, previsible y por lo tanto prevenible. 

En el país, el número de las personas que componen el lumpen de pobres estructurales, con necesidades básicas insatisfechas, aumentó geométricamente en los últimos dos años, con un 50 por ciento de ellos viviendo por debajo de la línea de pobreza. Según el Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil, consultora de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la desnutrición infantil total en la Argentina llegó al 20 por ciento en 2002. Asimismo, la tasa de mortalidad infantil alcanzó el 18,4 por mil, pero en algunas provincias pobres supera el 25 por mil. 

En cambio, aquellas personas, antes saludables, integrantes de la clase media, pero hoy desocupadas, acuden a los consultorios médicos demandando atención por «síntomas psicofísicos inespecíficos», acompañados por estrés, desesperanza y escepticismo, cuyo sustrato lo constituye una historia reciente de exclusión. Esta es la expresión psicosomática de la enfermedad social, que algunas veces, lamentablemente, puede anunciar un deceso precoz. El «estrés colectivo» y el aumento de la desigualdad social, que genera nuevos pobres, reducen marcadamente la esperanza de vida. 

La importancia de los factores económicos y el estrés sobre la salud se destacan en el trabajo de investigación «Stress Responsivity and Socioeconomic Status», publicado en el Journal of the European Society of Cardiology , Vol. 23, N° 22, de noviembre de 2002, donde se constata la asociación entre los factores socioeconómicos con el estrés y el incremento de la morbimortalidad cardiovascular. 

Otro estudio de investigación, titulado «Long Live Community. Social Capital as Public Health», publicado en The Journal Of Public Health en diciembre de 1999, demostró que el pueblo de Roseto, en Pensilvania, es el lugar que tiene la mayor esperanza de vida de los Estados Unidos, con una tasa de accidentes coronarios 40 por ciento menor que el promedio general. Se relacionaron los datos con las características sociales de sus habitantes: plena ocupación, nivel adquisitivo adecuado, acceso a la educación y a la salud, y reducidas distancias entre las clases sociales. 

La desocupación llevó al hombre, único sostén económico de su grupo familiar, no sólo a padecer estrés, ansiedad o depresión, sino que éstos resultaron ser los disparadores que precipitaron el temido accidente cardiovascular, en muchos casos mortal. 

En ciertos países emergentes, la globalización produjo desocupación, la cual trajo de su mano pobreza, desigualdad y exclusión social. 

Víctimas de la globalización 

La Argentina es una víctima más del proceso de globalización sin rostro social. Un país sumergido en una crisis social inédita, con una sociedad (competitiva, agresiva, individualista) donde se produjo un proceso de «dualización» legitimado y fortalecido por nuevos códigos, donde la competitividad salvaje, la insolidaridad y el triunfo de los más fuertes generan en el sistema social una división dramática: 1) los incluidos, grupo heterogéneo que abarca desde las elites (económicas, políticas y sociales) hasta los trabajadores con empleo estable y remunerado, y 2) los excluidos, grupo que forman los nuevos pobres (desocupados, subocupados, familias monoparentales femeninas, jóvenes que no pueden acceder al mercado laboral aun con estudios terciarios), y los pobres estructurales (los minusválidos físicos o psíquicos, los que carecen de calificación laboral y no pueden acceder al mundo del trabajo, los jubilados y pensionados con pobreza material y necesidades básicas insatisfechas, niños de la calle, mendigos, conglomerados de grupos urbanos marginales inmigrantes de zonas rurales, en fin, todos los individuos atrapados en el «círculo de la pobreza»).

Decisiones políticas 

Sólo el Estado por decisión política puede enfrentar esta crisis, actuando sobre los condicionantes sociales, y evitar de esa forma las consecuencias sobre la salud de los ciudadanos, a través de un programa de salud de emergencia nacional que demuestre que la salud de la población no es el resultado de una ecuación económica, sino un derecho que en las crisis tiene que ser otorgado a todos los ciudadanos con equidad, o sea, dando más a los más necesitados, desarrollando modelos de atención adecuados a la realidad, que tomen en cuenta tanto las diferencias de acceso a los servicios de salud como las diferencias epidemiológicas y socioculturales, especialmente en las áreas donde se concentran las mayores necesidades y perfiles de riesgo. En este contexto, la equidad entendida como la focalización de las acciones de salud hacia los menos protegidos implica la reorganización de los servicios, descentralizarlos y abrir los espacios a la participación de la comunidad. 

La salud es uno de los derechos humanos que establece la Constitución Nacional; por lo tanto, su garantía es un deber del Estado. En consecuencia, para disminuir la enfermedad social de los pueblos se necesita que el Estado implemente políticas sociales capaces de distribuir los recursos con equidad, indispensables para elaborar políticas de salud que garanticen el derecho a la vida de las personas. 

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