Fue en una de las primeras guardias. Asumo el primer turno de la noche. Se impone el frio invernal y el silencio, solo interrumpido por el ruido intermitente de un monitor cardíaco.
El reloj marca las 2 hs. Una madre desesperada solicita atención para su hija de 14 años. Sufre un dolor abdominal agudo insoportable, dice. Un caso más para un antiespasmódico inyectable, pensé. Hice pasar a la adolescente a un box, dejando a la madre afuera.
No tuve tiempo para preguntar, solamente al colocarse en decúbito dorsal observé un abdomen globuloso, disimulado dentro de una gran faja elástica, que obviamente hice retirar…
El “cólico” abdominal resultó simplemente el inicio de un trabajo de parto, final inevitable de 9 meses de embarazo encubierto.
Inmediatamente mandé a transportar a la futura mamá al Dpto. de Obstetricia por una puerta lateral, y luego intentar de dar la noticia a su madre.
Son situaciones donde se recuerda todo lo escuchado y leído sobre teorías de la comunicación. ¿Cómo decirle a una madre preocupada que no es un cólico abdominal, sino que va a ser abuela?
Busque en mi cabeza algún esquema, alguna clase magistral, pero nadie me advirtió sobre la condición humana. Acerca de la angustia reflejada en el rostro de una madre previa a escuchar la terrible noticia. Sobre el torrente de preguntas, reclamos, gritos y llanto.
Hay una sola forma: decirlo. ¿La reacción? Estupor, pena, culpa, angustia. Tanto ella como su esposo nunca se percataron del secreto bien guardado por su hija. Le di un sedante y le dije que vaya a la guardia de obstetricia acompañada de una enfermera.
Me fui a dormir sin saber cómo iba a terminar esa historia. (El tiempo me demostró que por ser testigos involuntarios de tantas historias de vida, los médicos de urgencia perdimos nuestra capacidad de asombro)
Luego de dormir algunas horas, saliendo al pasillo del hospital me crucé a la mañana con la madre acompañada de una monja que vivía en la Casa de las Hermanas, dentro del hospital. Este fue el diálogo: ¿Y cómo le fue a su hija en Obstetricia? Muy bien. Un parto normal, tuvo un niño hermoso.
Agregó: Estoy contenta porque está “todo solucionado”. La Hermana Superiora pudo “colocarlo” en una familia bien constituida, así que me hija no va a sufrir la vergüenza de enfrentar la familia y la sociedad en su condición de madre soltera.
Puedo imaginar el final de la historia: A la mañana siguiente regresaron madre e hija a la casa y se encontraron con José, (esposo y padre) que las esperaba en la puerta del domicilio. El preguntó ¿Ya no tiene más ese dolor tan fuerte en la panza? Le respondieron: no gracias a los doctores que la tuvieron en observación un día y a las inyecciones que recibió, no tiene más dolor y ya le dieron el alta.
Puedo intuir el epílogo:
Don José, aliviado, exclamó ¡Qué suerte, gracias a Dios! y partió raudamente a su trabajo. Nunca se va a enterar que había sido abuelo por primera vez.
La madre, suspiró, entró a su casa, acostó a su hija y pensó, gracias a Dios! mi esposo no se enteró.
La hija, aturdida, shockeada, se preguntó ¿que es lo que me pasó?
La Hermana, volvió con sus pares con la satisfacción del deber cumplido.
A mi me quedaban algunos minutos, así que desayuné y me dirigí a la Sala de Clínica Médica para continuar mi rutina y pensé: ¿Este fue el mejor final para la historia? En ese momento no encontré la respuesta; hoy, tampoco.