La Medicina, profesión exigente en cualquier país donde se ejerza, necesita de la presencia renovada y vital de la vocación. Alrededor del mundo, los médicos se encuentran bajo una presión incesante y una lucha constante por ofrecer servicios de salud de la más alta calidad y de la manera más eficiente posible.
El progreso científico y el desarrollo tecnológico de la segunda mitad del siglo XX han contribuido a un cambio radical en el papel del médico en la sociedad occidental. La profesión médica ha sufrido una progresiva especialización, transformando la imagen del médico tradicional, dotado de conocimientos enciclopédicos, en un nuevo profesional cuyas habilidades se reconocen según el dominio de la especialidad dentro de la cual ejerce. La imagen del médico brillante ha sustituido la del médico hipocrático, consiguiendo elevar el status social y puede convertirse un espejismo para captar estudiantes jóvenes con ambiciones económicas y ávidos de obtener su reconocimiento social. Esta situación estableció una Medicina con excesivo profesionalismo pero con un alto riesgo de perder su humanismo que la ha caracterizado durante muchos siglos. Sólo la vocación hará que los futuros médicos no sean deslumbrados por el exitismo que impregna la Medicina moderna y comprendan que el objeto de la Medicina no es la enfermedad, sino el enfermo y que la mayor virtud de un médico no es el conocimiento científico, sino la compasión. Los futuros médicos tienen que comprender que la vocación es la única garantía de recuperar el humanismo que la Medicina nunca debió dejar y que un médico con vocación, jamás dejará de serlo. El enfoque biomédico, por el cual se aprende la Medicina es convertir todos los aspectos subjetivos que conducen al diagnóstico en hechos objetivos, donde las sensaciones del paciente pierden valor respecto a la objetividad de los signos físicos. Los síntomas subjetivos dejan de tener la importancia que le asignaba la medicina tradicional. Esto produce un cambio también en la actitud del médico hacia el paciente, dando lugar a una nueva forma de ser de la ética médica, la ética de los hechos, que afecta a la toma de decisiones, por el hecho de privilegiar exclusivamente el valor objetivo del hecho clínico y descalificar todo lo que no tenga cabida en esta categoría. De tal manera que todas aquellas características del paciente que son subjetivas y que, por lo tanto, pueden alterar la objetividad del signo, pierden interés. Este aspecto resulta muy importante para comprender la continuidad existente, desde el punto de vista de la ética médica, entre el mundo antiguo y el mundo moderno.
Desde mediados del siglo XX la ética médica va adaptando su paradigma moral. El paternalismo, fundamentado sobre el principio de beneficencia, deja paso al reconocimiento de la autonomía del paciente y al respeto de su libertad, en conformidad con las nuevas exigencias de las sociedades democráticas occidentales. A partir de los años setenta este proceso modifica la relación clínica vertical y paternalista entre médico y paciente hacia una estructura horizontal, democrática, en la cual el poder del médico se reparte entre los distintos especialistas y el paciente, y la relación clínica deja de ser una relación humana exclusiva entre dos personas, para convertirse en un complejo sistema de relaciones donde intervienen también todos los demás profesionales sanitarios que interactúan con el paciente. Esta es la realidad con la que tiene que lidiar un médico con vocación y defensor del humanismo profesional. En ese contexto se debe reconstruir la relación médico-paciente (un encuentro entre dos subjetividades) donde se jerarquice lo subjetivo, la dignidad del paciente, antes que los síntomas y signos de la enfermedad.